Reseña de mi segunda temporada dedicada a recorrer el Sendero Gran Patagonia. En esta parte, abordaré las secciones 20 a 21 y 76 a 80, itinerario que comprende una distancia de 289,2 km entre Anticura y la localidad de Chaitén, en la Región de los Lagos, Chile. La ruta atraviesa el Lago de Todos los Santos y sigue de cerca la costa del Océano Pacífico, pasando por algunos volcanes en paisaje predominante de selva valdiviana.
Sección 20: Volcán Antillanca
Día 1 (13,3 km)
Llegado el mes de Diciembre de 2019, tenía todo listo para continuar con mi caminata por el Sendero Gran Patagonia. Viajé en avión a Bariloche y desde allí tomé el micro a Chile. Una vez que obtuve cambio en moneda local, pasé la primera noche en Entre Lagos. A la mañana siguiente me dirigí a Anticura, cerca del Paso Cardenal Samoré, desde donde arranca la senda al Volcán Antillanca.
Estaba nublado. Enfrente tenía un inmenso bosque, aún húmedo por la lluvia de los días previos. El olor a hojas mojadas y el ambiente cargado de sonidos de aves e insectos me daban la bienvenida al reencuentro de lo salvaje. Mi objetivo inicial sería avanzar en dirección al Volcán Antillanca, para alcanzar la cumbre el día siguiente. Tomé coraje, respiré hondo y abandoné la seguridad del camino para adentrarme en el estrecho sendero que se internaba en la selva valdiviana.
Tuve un comienzo difícil. La senda estaba sin mantenimiento. Abundaban los árboles y las cañas caídas. Por suerte casi no me topé con rosa mosqueta, pero aún así, el paso era muy lento. La caña seca indicaba un florecimiento reciente. Tras las primeras dos horas de caminata, llegué a un río y tuve cruzarlo por un puente en bastante mal estado.
El sendero se transformaba en una antigua huella vehicular, un camino forestal seguramente, ya totalmente tapado por la vegetación. Seguí caminando durante varias horas, teniendo que sortear cañaverales caídos y enormes troncos. Una pampa abierta con un paisaje maravilloso me invitó a un descanso. Estaba rodeado de montañas bajas, cubiertas de vegetación espesa y saltos de agua que caían con estruendo desde la distancia. Se trataba de una antigua zona de veranada, probablemente, ya fuera de uso.
Comí un aperitivo, cargué agua de un arroyo y continué unas horas más por el sendero. Al atardecer hubo un poco de llovizna. Si bien tenía el reparo de los árboles, terminé la jornada con la ropa mojada. Cerca de las 18 hs decidí armar la carpa sobre el sendero. Después de una larga jornada de ascenso gradual, me encontraba ya a 1000 sobre el nivel del mar. El frío de altura, combinado con la humedad de la zona, se sintió bastante aquella primera noche.
Día 2 (44,2 km)
Me levanté temprano, a pesar del frío helado propio de la altura. Después de un breve desayuno, desarmé la carpa, aún mojada y con la mochila lista, me dispuse a continuar la caminata. Afortunadamente, ya habían quedado atrás los árboles caídos. Empezaba una parte limpia del sendero, fácil de transitar. Llegado un punto determinado, el camino se bifurcaba: a la izquierda, la huella conducía a Pampa Frutillar, a la derecha un cartel deteriorado, indicaba la senda al volcán Antillanca.
El cielo estaba despejado y empezaba a soplar un viento agradable. Luego de un par de horas de caminata, me senté a descansar y aproveché para secar el equipo mojado bajo el sol.
Superado el límite del bosque, empezaba el ascenso pronunciado a través de ceniza volcánica. El viento soplaba con bastante fuerza, y se levantaban nubes de ceniza que dificultaban la visibilidad. La caminata sobre arena volcánica era bastante demandante físicamente. Pese a la dificultad, la vista hacia los picos de cordillera, valía totalmente la pena. Era mi reencuentro con la montaña. La grata sensación de libertad y la soledad que se disfruta allá arriba, es verdaderamente indescriptible.
Después de ascender varias horas, empecé a tener dificultades para avanzar debido a los manchones de nieve. Era nieve compacta, y resbaladiza. Como me temía, la ruta regular que indicaba el GPS se encontraba bloqueada de esta manera. Inicié entonces un gran rodeo para buscar una ruta alternativa, aunque no tuve éxito. Los pasos estaban cubiertos con nieve y la pendientes eran inseguras. Sin muchas alternativas, tuve que tomar la difícil decisión de emprender el regreso. No alcancé la cumbre del volcán, pero pude disfrutar de un escenario bello y salvaje.
Llegué a la ruta cerca del anochecer y acampé en el camping de Anticura. Antes de irme a dormir, me entretuve conversando con turistas y gente joven que atendía el lugar, algunos de los cuales eran habitantes de la zona. Fue una jornada completa y muy positiva.
Día 3 (3,2 km)
Desarmé campamento bien temprano con un objetivo bien claro: llegar a la costa del Lago Rupanco lo antes posible para continuar con la ruta planeada hacia el Lago de Todos los Santos. No me había sido posible cruzar al otro lado del Volcán Antillanca a pie, por lo que debía dirigirme hasta allí en auto por un camino bien diferente. El acceso no era evidente, y había que hacer conexiones embarcado.
Conseguí hacer dedo a Osorno y desde allí tomé un micro a Puerto Buey, desde donde, según mi información, saldría una lancha regular a la playa Las Gaviotas. Para mi desilusión, cuando bajo del micro me entero de que no había barcaza. Pensé… «bueno, tendré que caminar rodeando el lago». Por suerte, veo a un señor disponiéndose a subir a un bote con su familia. Me apresuré a dirigirle la palabra y conseguí que me lleve a Las Gaviotas.
Una vez en la playa, me encontraba de nuevo solo, aislado y sin conexión vehicular. Caminé algunos kilómetros, disfrutando de un silencio natural, con la sola compañía de algunos caballos y burros que pastaban junto al camino. Llegué así al camping «El Encuentro», donde me dispuse para el descanso. No esperaba encontrar una playa de semejantes características, casi exclusiva y rodeada de montañas.
El atardecer me sorprendió con un imprevisto. Después de tomar unos mates en la costa del lago, regresé a la carpa y no encontraba mi mochila. Como todo mochilero sabe bien, la mochila en estas aventuras es prácticamente una extensión del propio cuerpo, un elemento vital. Por suerte, apareció tirada en el pasto. Unos perros le habían hecho un agujero, pero suerte no era nada grave. Todo se solucionó con una costura precaria.
Sección 21: Lago de Todos los Santos
Día 4 (19,9 km)
A la mañana bien temprano, me dirigí a la senda que conecta el Lago Rupanco con el Lago de Todos los Santos. Se trata del acceso a una parte aislada y remota del Lago, solo posible de realizar a pie o a caballo. El inicio del sendero pasa por varias propiedades rurales, cuyos dueños aún se movilizan a caballo.
Después de las primeras pampas de ganado, se empieza un ascenso abrupto por bosque cerrado. En algunas partes el sendero se «entuba», fenómeno característico de la región, en el que se tiene la impresión de transitar por pequeños canales o túneles.
El camino era una verdadera delicia: plenamente visible y con pendiente fácil. La selva con sus helechos y troncos anchísimos, me brindaba buena sombra. El suelo estaba conformado por tierra blanda y negra, cubierta de musgo, a veces con un tinte rojizo, muy distinto al del lado argentino de la cordillera. El sonido del bosque consistía en el movimiento de las grandes copas con sus hojas, el crujir de la madera, el canto de cientos de pájaros y el zumbido de los insectos.
Al llegar a la Laguna Los Quetros hice una breve parada. Allí dicen que hay buena pesca, y un poblador ofrece servicios varios. Por mi parte, continué camino ascendiendo por el bosque, mientras gozaba de la inmensa soledad en un paisaje de gigantescos coigües, con trepaderas y lianas colgantes. En determinado momento, llegué al punto más alto, el paso que divide aguas entre ambos valles de cordillera. El viento proveniente del lago, aunque sea a la distancia, ya soplaba de otra manera.
A lo largo del día me topé con otro poblador. Se encontraba trabajando una piel de oveja y se sorprendió al verme. Me indicó como seguir hasta lo de Rudi Yefi, quien administra los cruces en lancha por el Lago de Todos los Santos. A las 17 hs llegué al sector Cóndor, desde donde puede contemplar de cerca el Cerro Puntiagudo.
El Señor Rudi Yefi, hijo del primer poblador de la zona, habita allí desde toda la vida. Prefiere referirse al lugar con el nombre de «El Callao». Según me contó, su padre había sido apodado así, porque pasó prácticamente una década escondido en los valles de selva valdiviana antes de ser detectado por las autoridades. En aquel momento, era común la práctica de instalarse en los valles vírgenes y en ocasiones hasta prender fuego para abrirse paso.
El señor Yefi me ofreció alojamiento. Se venía una tormenta, así que aproveché la excelente oferta. Su hijo me esperaría en la costa del lago bien temprano al día siguiente.
Día 5 (29,5 km a pie + 23,6 de ferry)
Amaneció nublado, con algunas gotas que caían todavía del cielo. Fueron dos horas caminata con los pies mojados, sobre barro, charcos y arroyos rebalsados. Tuve mi primera largamente esperada vista al Lago de Todos los Santos: se encontraba oculto entre montañas montañas verdes y nubes bajas que se disipaban lentamente.
En la costa, me esperaba el hijo de Rudi Yefi, con la lancha lista. Salimos a eso de las 9 de la mañana. El viaje fue un poco movido por el mal tiempo. No llovió, pero se sentía el viento y el frío. El bote saltaba bruscamente, ya que era imprescindible arremeter contra las olas para que estas no voltearan la embarcación. A pesar de lo agitado del viaje, pude disfrutar de una vista impresionante: el agua turquesa, las laderas de los cerros que caían en picada, el color de la selva intensa, los saltos de agua, las figuras de las nubes en movimiento a baja altura, y al fondo, el imponente Volcán Villarrica, con su nevada cumbre. Un recorrido inolvidable.
Desembarcamos en Puerto Cayhutué, junto a la desembocadura del río homónimo, cerca de la casa de un poblador. Después de despedirme, emprendí mi propio camino siguiendo una huella de auto hasta que esta se perdía en el bosque, tapada por unos troncos caídos.
El propietario me advirtió que el camino estaba tapado y en mal estado desde el invierno. Efectivamente, la primera hora de caminata tuve que sortear pilas de troncos sin cesar, de manera agotadora. Luego del primer kilómetro, la cosa mejoró y encontré una angosta picada abierta con machete. El camino se transformaba en un sendero que iría mejorando progresivamente.
Llegué a la Laguna Cayhutué, intacta y apacible, rodeada de un inmenso bosque de arrayanes. Había estado allí por última vez en Enero de 2018, cuando recorría el Paso Vuriloche desde Argentina. Después de un breve descanso, dejé la laguna y empecé el ascenso por un sendero ancho y mejor marcado. Tuve que hacer algunos vadeos con bastante agua, pero nada riesgoso.
A eso de las 14 hs empezó la lluvia. Al principio, el bosque me protegía. Pero cuando el sendero llegó a su fin, me encontré expuesto sin reparo alguno. Fue un verdaero desafío psicológico: caminé dos horas por camino de auto hasta el Estuario de Reloncaví, totalmente empapado y azotado por el viento del mar. No podía detenerme por un instante para no perder la temperatura corporal. El interior térmico que tenía debajo de la camisa y la campera impermeable, fueron mis grandes aliados.
A metros del Estuario se encuentra Ralún, un área donde viven algunos pobladores. Decidí tomar el micro a Puerto Varas, a fin de entrar en calor, secar la ropa y recuperar un poco la moral. Cuando me senté en la garita junto a la carretera a esperar el micro, perdí el calor ganado con la caminata… ¡qué frío! ¡que sensación terrible! Empecé a temblar al punto de tener sacudidas involuntarias. Por suerte, la jornada, llegaba a su fin.
Sección 80: Estuario de Reloncaví
Día 6 (16,5 km)
Al día siguiente, recuperada ya la fuerza de voluntad, regresé en micro a Ralún. Me encontré con un clima agradable. Fue una caminata por carretera hasta Cochamó, con el Estuario de Reloncaví siempre a mi derecha y la montaña a la izquierda.
Era 24 de Diciembre y la idea era pasar Noche Buena en Cochamó. Buscando alojamiento, fui a parar a «lo de Doña Ana». Me atendió su hijo Felipe, quien me ofreció un colchón en el piso, ya que aún no tenían habilitada la habitación para huéspedes. Para mi, que andaba con la mochila al hombro y cansado, un colchón era más que suficiente. Acepté y me invitó a pasar la Noche Buena con su familia y un grupo de amigos. No podía estar más agradecido.
Mientras Cristian, el hermano de Felipe preparaba el asado, nos quedamos conversando y tomando mate toda la tarde. A decir verdad, tomaba mate yo solo, porque los chilenos le daban a la bebida. Los chilenos son buenos para tomar… tienen buena resistencia y mantienen la compostura.
Fue una excelente jornada. Comimos asado con la mano y brindamos con la familia de Doña Ana, Felipe y Cristian. Con la panza llena me dispuse al descanso para la próxima jornada de caminata.
Día 7 (34,7 km)
Pasé el día de Navidad caminando por la carretera en dirección a la localidad de Puelo. A mi derecha, me acompañaba todo el tiempo el Estuario de Reloncaví hasta llegar a la desembocadura del Río Puelo.
El Río Puelo, ancho y profundo, de agua color esmeralda, nace en el Lago Puelo en Argentina. Recorre el valle que confluye con el Río Manso, desemboca en el Lago Tagua Tagua y renace para desembocar finalmente en el Océano Pacífico. Años atrás tuve la oportunidad de recorrer sus valles y sus nacientes.
La localidad de Puelo cuenta con un enorme potencial de desarrollo turístico. Si bien se encuentra en un lugar paradisíaco, envuelto de naturaleza pura, abundante agua, cerros y valles vírgenes, aún se conserva como un pueblo pequeño de pocos habitantes y mínimos servicios.
Ni bien llegué a la localidad, me detuve a descansar en la plaza. Me puse en contacto por teléfono con los chicos de La Matería, Felipe y María, gracias al contacto que había adquirido de Felipe y Cristian en Cochamó. Los chicos me recomendaron un camping, al lado de su casa. Luego me invitaron a compartir una cena y tuvimos una entretenida charla. Felipe es un gran conocedor del lugar, así que no tardó en desplegar sus mapas para demostrar sus conocimientos y hacerme recomendaciones.
Recomiendo a todo el que desee conocer la zona de Puelo, pasar a visitar a los chicos de la Matería. Hacen excursiones de todo tipo, pensadas para distintas edades. Ofrecen una excelente atención y están muy comprometidos con el desarrollo local y el cuidado del medio ambiente.
Día 8 y 9 (descanso)
Mi siguiente objetivo era ir a Hornopirén por medio de un paso de montaña, conocido como el Paso Poica. Hablando con los chicos de la Matería, me explicaron que para realizar esa travesía debía contar con el permiso del propietario, Patricio Beyers, quien debía oficiar de guía. Pautamos la travesía para el día sábado. Como era jueves, tuve que esperar, y además, hubo lluvia. Fueron días de descanso, charla e intercambio.
Día 10 (24,2 km)
Finalmente, el sábado a las 7 de la mañana, me encontré con Patricio Beyers en la plaza de Puelo. Fuimos en auto al valle Poica, hasta el lugar de inicio del sendero. El «Pato», como le dicen, llevaba un machete en la mano y una pequeña mochila con los víveres indispensables. Todo un baqueano. Por mi parte, fui siguiéndolo a lo largo del angosto sendero. A los pocos minutos, estaba totalmente embarrado, caminando en medio de una espesa selva. Circulaba el aire frío y las nubes bajas formaban una neblina.
Pese a conocer la cordillera, esta vez tenía la sensación de estar en un lugar radicalmente nuevo. El bosque era una mezcla de vegetación muy diversa, oscuro y repleto de enormes árboles, cubiertos de musgo, enredaderas y lianas colgantes. Uno de los elementos más llamativos de este ambiente era el aroma. En particular, me llamó la atención el olor de una hoja, olor mezcla de canela con café, algo difícil de explicar. Felipe me había hablado de ella y no tardé en identificarla. A medida que el sendero ganaba altura, sin embargo, el bosque iba modificándose notablemente.
Después de muchos zigzageas, un pronunciado ascenso en zigzag concluía en una pequeña pampa alta, donde el Pato tenía un antiguo puesto. Era la casa donde había pasado su infancia. Quedé sorprendido, tanto por lo remoto del lugar, como por la belleza de la vista que se obtenía desde la pequeña pampa hacia los cerros.
Las grandes dificultades de esta senda, además de la orientación, son los ríos. Un primer río venía con enorme caudal. Era realmente imposible de cruzar a pie. Por tal motivo, lo cruzamos con una tirolesa.
El siguiente río era también extremadamente difícil, pero no quedaba alternativa que vadearlo. Si bien el agua venía con fuerza, con ayuda de los bastones y buscando las partes bajas, el cruce fue posible. Estos ríos tienen un caudal muy sensible a los deshielos y a las lluvias.
En determinado momento detuvimos la marcha para almorzar. Era un lugar paradisíaco, una especie de jardín sagrado, puro. Encendimos un pequeño fuego junto a un arroyo y calentamos comida, acompañando el aperitivo con unos mates amargos. El Pato Bayers había traído la dieta clásica del baqueano: carne y pan amasado, todo bien calórico y artesanal.
Ya a buena altura, ingresamos a la zona de los alerces: árboles conocidos por su longevidad. Con aspecto similar al ciprés, pero de enorme tamaño, los alerces alcanzan a vivir miles de años. Su crecimiento es extremadamente lento, formando un tronco de madera esponjosa y liviana, caracterizada por su impermeabilidad. Los árboles, de raíces profundas y de grandes alturas, eran muy codiciados en el pasado pero hoy está prohibida su tala.
Uno de estos alerces tiene nombre. Le dicen el «Catedral» y se le atribuyen 3500 años de antigüedad. Su copa estaba rajada, formando unas agujas que le daban el aspecto de una catedral gótica. Sin embargo, el tronco seguía con vida y de la copa partida sobresalían brotes jóvenes.
Superamos el límite de vegetación y comenzamos el ascenso por el largo escorial, un campo de piedras de origen volcánico, más específicamente, de lava petrificada. Había que hacer bastante equilibrio entre las enormes piedras. El paisaje era imponente: se podía contemplar el cordón de montañas que limita con el valle del Río Puelo y el Manso. Una de mis partes favoritas de la caminata.
Estábamos ascendiendo por la ladera del Volcán Yates. Aún quedaba bastante nieve. Por suerte esta estaba bastante fresca y era posible caminar enterrando los pies, sin resbalarse.
Después de caminar algunas horas por la ladera del volcán, comenzaba el descenso hacia la Laguna Pinto Concha. Nos sentamos a descansar y comimos un pequeño aperitivo. A continuación, me despedí del Pato Bayers y él emprendió el regreso a su puesto. Yo por mi parte, continué bajando en dirección al lago.
El camino de bajada fue maravilloso. Estaba muy bien marcado, ya que se encuentra dentro del área del Parque Nacional Hornopirén. El sendero seguía una antigua formación artificial, una especie de camino primitivo por el cual hace décadas se arrastraban los troncos de alerce con yuntas de bueyes.
Una vez en el lago, armé campamento y preparé todo para el descanso. Encontré varios acampantes cerca de la orilla, ya que se trataba de un lugar más conocido. Hice un poco de sociales y me quedé conversando con Dulce, caminante con mochila al igual que yo, que había habitado varios años la isla de Chiloé.
Día 11 (20,9 km)
Me encontraba ya en Parque Nacional. El sendero estaba bien marcado y había buena señalización. El área contaba incluso con algunas mesas y techos rústicos. Desarmé campamento y a las 6:20 ya estaba en una marcha ligera, intentando entrar en calor en la helada mañana.
El sendero iba todo en descenso hasta el valle del Río Negro. La primera parte transcurría en bosque de centenarios alerces. Luego el bosque se iba diversificando, empezaba a haber más vegetación, algunas cañas. Inicialmente quería esquivar los charcos de agua, pero terminé con el barro hasta la rodilla.
Una vez en la carretera caminé aproximadamente tres horas finales hasta Hornopirén. Disfruté de un final soleado, con agradable viento del mar. El pueblo de Hornopirén, a orillas del Océano Pacífico, me gustó por su estilo pintoresco y sus vistas increíbles a los volcanes aledaños.
Una vez en el camping pasé la tarde tomando mate, lavando y secando la ropa. Dormí bajo un reparo para no tener que armar la carpa. A esta técnica se le dice «vivaquear» (en inglés «cow-boy camping») y la repetí varias veces en el verano. Así se duerme con mejor ventilación y el reparo es bueno, se evita la condensación propia de la carpa.
Sección 79 y 78: Pumalín Norte y Pumalín Sur
Día 12 (87,6 por agua + 15,4 km a pie)
A las 10:30 hs estaba haciendo cola para tomar el ferry a Caleta Gonzalo. El ferry llevaba varios vehículos que iban a Chaitén. Yo era el único que andaba a pie y me bajaba en la costa. Todo el viaje fue digno de disfrute. El ritmo de la barcaza era lento, el clima agradable, el cielo despejado. Prácticamente un crucero. De casualidad me reencontré con Dulce, la misma médica de la laguna, así que nos quedamos charlando. Me di el lujo de dormir una pequeña siesta en el medio de la excursión.
Tras seis horas de viaje, desembarqué en Caleta Gonzalo. Era un lugar de singular belleza. El agua del mar golpeaba las costas rocosas y alrededor solo se veían montañas verdes y fiordos. Mi siguiente objetivo era conseguir la manera de llegar a un punto de acceso a Punta Chumildén. Conseguí hablar con un señor que vivía en Loyola, una pequeña población rural costera, y aceptó llevarme con su bote. Me subí feliz, y junto a su familia, zarpamos a enfrentar el mar. El bote se sacudía con las olas y el motor andaba con ligera dificultad. Al final tuvo que venir un barco más grande, de un amigo de la zona, que nos hizo de remolque. Todo una aventura.
Una vez en tierra firme, empecé a caminar en dirección a Punta Chumildén. Meses atrás me había contactado con una familia local, así que allí me dirigí. Una vez en mi destino, me ofrecieron dormir en un colchón bajo techo. Para mi, todo un lujo. Antes de ir a dormir, compartí una agradable charla con los pobladores y me ofrecieron unos mates con tortas fritas. Fue una gran jornada.
Día 13 (37,9 km)
La gente que habita aquellas costas no tiene acceso vehicular. Acceden al lugar en bote. Periódicamente, distintos servicios de barcaza los ponen en comunicación con otras poblaciones vecinas.
Alterné caminata por playa y por una breve huella vehicular, aparentemente de una empresa forestal, hasta llegar al final del camino. A partir de entonces, empecé a atravesar paisajes muy diferentes: bosques bajos de arrayán, de ñir, pampas con ganado. Vadeé varios arroyos y me interné en senderos misteriosos. También pasé por un valle de turba, algo rarísimo que no me esperaba. La turba, para quienes no la conocen, es una capa de sedimento orgánico acumulado, sobre la cual crece un musgo esponjoso de color rojo o amarillo. Es muy común en Tierra del Fuego, pero eso es mucho más al sur.
Después de la turba fui a parar a un bosque cerrado. Los senderos estaban muy embarrados. Todo iba bien hasta que llegué al Río Negro, imposible de vadear por el agua de la marea. Por tal motivo, me vi obligado a salirme del trayecto planeado y empecé a explorar una alternativa. Me puse como objetivo llegar a la costa de Chana, con la ayuda de unas imágenes satelitales que tenía guardadas en el celular. Todo un desafío de orientación. Después de caminar por laberínticos senderos de vaca y pasar por mucho barro, finalmente llegué a la desembocadura del Río Negro. Un señor que tenía allí su casa salió a mi encuentro. Muy amable, me ofreció cruzarme en bote al otro lado del río. Una maravilla. Misión lograda.
Ya eran las 17 hs, del 31 de Diciembre. Estaba en Chana, un poblado rural costero. Allí, en el límite del camino, encontré un hospedaje familiar, donde me atendieron sus dueños. Tuve un excelente recibimiento de la familia, quienes me ofrecieron mucha charla, mates y por supuesto, buena comida. El lugar, aún desarrollo, permite gozar de casi exclusividad y una paz privilegiada.
Día 14 (27,7 km)
Después de compartir desayuno y unos mates, me despedí de la generosa familia chanense y continué mi caminata. Tuve un día soleado, con bastante viento. Llegué así, por carretera, a la localidad de Chaitén. El pueblo parecía un desierto: no había un solo ser humano en la calle.
Paré en un camping con servicios, ubicado en el centro del pueblo. Mi siguiente objetivo sería internarme en la cordillera de los andes, en dirección a la frontera con Argentina, dejando atrás la costa del Pacífico y los bosques de selva valdiviana.
Continua en la sexta parte.
Excelente! Hace mucho no andaba por el blog y encontrar nuevas entradas siempre está bueno. Además la forma en que está escrita hace la lectura muy amena. Me gustó mucho el siguiente pasaje: «Estaba nublado. Enfrente tenía un inmenso bosque, aún húmedo por la lluvia de los días previos. El olor a hojas mojadas y el ambiente cargado de sonidos de aves e insectos me daban la bienvenida al reencuentro de lo salvaje». Abrazo grande!
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