Sección 71
Día 15 (30,7 km)
A partir de Chaitén comenzaba un cambio de rumbo. Dejaba atrás la costa y me internaba en la cordillera de los Andes en dirección a la Argentina. Debido a que las siguientes secciones tenían fama de ser remotas y poco transitadas, mi prioridad inmediata pasó a ser recaudar información.
La caminata de aquel día fue toda por ruta principal. Hacía mucho calor, hubo tábanos molestando y nada de sombra. Finalmente llegué al Amarillo, un pueblo ubicado al final de la ruta vehicular, en la antesala de mi ingreso por los valles remotos de la cordillera.
Debido a tantas horas expuesto bajo el sol, terminé un poco descompuesto. Decidí descansar en el Amarillo y continuar mi caminata al día siguiente. Encontré la posibilidad de dormir en un colchón en el piso, en un alojamiento aún en construcción. Tan pronto como recuperé energías, me dediqué a hablar con los pobladores: averiguando en el almacén y en la plaza. Todos se conocían y todos sabían algo de mi próximo destino.
Día 16 (39,2 km)
El dueño del hospedaje, Melardo Pezo, se había criado en los adentros del bosque de cordillera, por lo que su conocimiento era de primera mano. Me advirtió sobre los ríos y su peligroso caudal. Si llovía, serían imposibles de vadear. Me informó que al final del largo valle tenía la casa su hermano, Fernando Pezo, quien seguro me recibiría con agrado. Nos despedimos y el sr. Melardo me dejó un mensaje: «no se va a perder, que hay mucho león». Este comentario, referido al puma, me era dirigido de manera habitual en el sur de Chile.
Los primeros kilómetros de caminata transcurrieron por huella vehicular, a altura creciente y con el río Michimahuida a la derecha. En determinado momento la huella vehicular se transformó en huellas de caballo que descendían hasta cruzar el río Michimahuida mismo. Unos metros antes, me crucé con una tropilla a cargo de varios jinetes, quienes me advierten de que tuviera cuidado con el río. Era un río ancho, con cierta profundidad, pero por suerte, el caudal venía con poca fuerza. Lo pude vadear sin inconvenientes.
Las siguientes horas de caminata fueron puro deleite: pendiente suave y huella de caballo bien visible. A medida que avanzaba adentrándome en el valle, pude apreciar el rápido cambio de vegetación, el porte de los árboles, el musgo, las especies de arbustos…
Cuando ya se sentía el fresco de la tarde, de repente, escucho un chiflido. Miro hacia mi izquierda y sobresalen a 20 metros dos cabezas entre la maleza. Se trataba del Sr. Fernando Pezo y su hijo, Jaime, ambos a caballo. Inmediatamente se acercaron a estrechar mi mano y me dieron la bienvenida.
Me explicaron que estaban trabajando, pero que más adelante había un río peligroso y podría necesitar ayuda. El Sr. Pezo me advirtió que tuviera precaución. También me dijo algo que recuerdo vivamente: «no tenga miedo, crúcelo con confianza. Hay que animarse a cruzar los ríos. Yo cuando era chico tenía miedo, pero después me di cuenta que hay que tirarse con el cuerpo». Cuando llegue al río el agua venía con mucha fuerza y no fui capaz de seguir las indicaciones. Tras varios intentos de vadeo fallidos, desistí. Pero reapareció el Sr. Pezo, que se ofreció a cruzarme a caballo. Me sentí como un niño inexperto ante estos señores curtidos en la crianza de la cordillera. Al menos en algo me elogiaron: «usted sí que es bueno para caminar».
En aquellos días, pude conocer la hospitalidad que rige en los códigos del campo. Cuando aparece un viajero, es obligación del poblador saludarlo. Se busca recaudar información sobre su procedencia y de sus planes. De estas palabras iniciales, dependerá la futura confianza que se irá consolidando con la charla. Se ofrece mate y comida, y generalmente, un techo para pasar la noche. En lugares tan remotos como este, los pobladores pasan meses aislados, por lo que la llegada de un visitante es una verdadera alegría.
La casa de Pezo se encontraba rodeada de cerros con empinadas laderas de verde intenso y cumbres siempre nevadas. A lo lejos se podía ver el glaciar del Michimahuida, que iba adquiriendo un tono anaranjado con la caída del sol. Como de costumbre, tenía sus vacas, sus ovejas y sus gallinas, fuentes de proteínas y vestimenta. Según me contó, en invierno pasaba meses sin salir, porque la nieve tapaba todo y los ríos adquirían un caudal mortal.
Me invitaron a calentarme junto a la cocina central. Tomamos mate, comimos tortas fritas y cenamos una deliciosa sopa. El Sr. Pezo me sorprendió sacando un acordeón, que tocaba con agrado. «A mi me gusta la música del sur, la música argentina», explicó. Yo me detuve a pensar: «¿Música del sur de Argentina? No existe ningún género folklórico autóctono del sur». Resulta que en el sur de Chile, por razones que aún desconozco, todo el mundo escucha chamamé, y lo llaman «música del sur», pese a que el género proviene del litoral. También les gusta la ranchera mexicana, «toda la música alegre», en palabras de ellos mismos. Había guitarra así que yo puse un poco de mi parte.
El Sr. Pezo me contó sobre la llegada de su padre a aquel lugar. Me mostró fotos de los pioneros de la región, mapas y varios libros que tenía guardados. Me llamó la atención que en las fotos el bosque estaba siempre quemado. Esto es porque antes los valles se quemaban para que pudiera pastar el ganado. «Nosotros no tenemos campo como en Argentina», explicó, «por eso había que usar fuego, para pasen las vacas».
Respecto a mi itinerario el día siguiente, Pezo me explicó que se se trataba de un antiguo paso, el Paso de la Veranada, que se usaba cuando no existía la carretera. Los pobladores llegaban así a Chaitén desde Futaleufú. Antaño el paso era transitado por yuntas de bueyes, de las cuales hoy solo quedan anchos zurcos tapados por arbustos y lengas caídas.
Día 17 (28,6 km)
Después de unos mates, me despedí de Fernando y Jaime. Ellos salían a trabajar al campo, yo emprendía camino al Paso de la Veranada.
El sendero ascendía gradualmente por un ladera, en un bosque de enormes coigües que se iría transformando en bosque de lenga de cada vez menor porte. No era fácil orientarse, ya que en lugar de un solo sendero, había varias huellas que se entrecruzaban y se desviaban constantemente. Alguna que otra pisada reciente de caballo, me servía para confirmar que iba por buen camino.
En el tramo final del paso luché con algunos arbustos y lenga achaparrada. La expresión «Paso de la veranada», ya no reflejaba las características del lugar. Era evidente que en el pasado aquella era una zona en la que pastaba el ganado, pero hoy está tapada por la vegetación.
Ya era el mediodía. Me senté a almorzar, mientras disfrutaba de aquel paisaje remoto y pintoresco. Los cerros de la región se caracterizaban por sus laderas empinadas y su terminación en punta, así como por sus nieves eternas. De esas moles colgaban saltos de agua visibles a la distancia, que alimentaban los caudales de los valles, desafío permanente para los pobladores de todos los tiempos.
Superado el paso, el resto del día fue todo en bajada. La orientación al principio era difícil, ya que la zona no era muy transitada. Había que pasar por mallines y guiarse un poco por instinto a través de picadas borrosas en medio del bosque de lengas.
Encontré un puesto vacío. Pegué unos gritos para ver si salía alguien. Un cartel decía: «No estoy en casa». Muy llamativo. A partir de allí, el sendero se volvió más visible. Tras un descenso brusco entre mucha rosa mosqueta y varios vadeos, llegué finalmente a un largo valle, casi plano, con apariencia de un jardín decorado por lupines.
Aparecieron unas primeras casas. En una de esas salió una familia a saludarme. Insólito, el dueño me invitó a tomar mate antes de proseguir la marcha. Acepté con gusto y nos pusimos a conversar. Estaban felices de recibir a un viajero. La casa era pequeña, aún en construcción, y tenían la Biblia abierta sobre la mesa. El señor me habló un poco sobre el Evangelio antes de despedirme. Me explicó que se habían mudado hace poco, por razones casi filosóficas, podría decirse. «Dios le da al hombre la tierra para que produzca alimento», reflexionó, «en la tierra está todo lo que se necesita. Hay que trabajar la tierra. El hombre quiere conquistar el cielo, pero se va a caer, porque le corresponde habitar la tierra, no el cielo.» Tras oír la llamativo reflexión, me despedí sumamente agradecido y continué mi viaje.
A eso de las 19 hs llegué a un área conocida como San Carlos. Empezaba a caer el frío y ya asomaban los hilitos de humo desde los techos dispersos por el bosque del valle. Salió a mi encuentro un paisano: el Sr. Humberto. Como los demás pobladores de la zona, Humberto me invitó a conversar y finalmente me invitó pasar la noche en su casa, cosa que acepté con agrado.
En la conversación, me describió la última erupción del volcán Chaitén, en 2008. Me dijo que ocurrió durante la noche. Él se encontraba en su casa, en aquel mismo valle. Salió afuera a causa de los ruidos y se encontró con un espectáculo inesperado: una gran vocanada de humo asomaba por las montañas del oeste y una luz anaranjada tenue se reflejaba en las cumbres de todo el valle. Al día siguiente, amaneció todo cubierto por una capa de ceniza. La ceniza tapó el río, tapó los arroyos y la vegetación. Los cursos de agua se convirtieron en caudales de barro viscoso. Muchos animales murieron, porque no tenían para comer ni tomar, o porque se quedaron enterrados en el barro. Mientras me contaba todo esto, me mostró una yegua que aún tenía las cicatrices de la ceniza caliente. Por suerte, él decidió perseverar y hoy conserva allí su vivienda.
Del otro lado de la frontera estaba el Parque Nacional Los Alerces, en la provincia de Chubut. Como dato curioso, me contó que a veces subía el cerro que limitaba con Argentina. Incluso a veces venían turistas, para realizar aquella travesía.
Día 18 (37,9 km)
Mi siguiente destino era llegar a Futaleufú por un antiguo paso montañoso, conocido como Lago Las Rosas. Después de una horas de caminata, el sendero se transformaba en huella de auto y el bosque se abría en una estepa. Me encontraba en una nueva zona rural, ya más desarrollada que las anteriores.
En determinado momento, me desvío del camino y empiezo a ascender en dirección al paso del Lago Las Rosas. Estrictamente, se trataba de dos lagos de altura, encerrados entre montañas muy empinadas. El sendero, bellísimo, requería precaución en varias partes, porque iba bordeando la roca.
Desafortunadamente las amenazantes nubes empezaron a bajar. Lloviznaba de manera intermitente, pero era suficiente para que yo terminara mojado. El movimiento me mantenía en calor y la vista agradable, compensaba el esfuerzo. Sin embargo, yo sabía que la primera semana de Enero era la más dura del verano. Trae lluvia y nieve. Ante esto estaba prevenido y estaba decidido a continuar mi caminata.
El sendero del Paso las Rosas era parte de la antigua ruta que conectaba Chaitén con Futaleufú. Pese a su peligrosidad, décadas atrás las yuntas de bueyes marcaron aquella estrecha huella, cargando víveres y materiales de construcción. Hoy se trata de un sendero de interés turístico, ya que los pobladores acceden a Futaleufú por la barcaza del Lago Espolón.
Mojado y extenuado pero feliz, llegué a la tan esperada Futaleufú. Lavé mi ropa, la sequé y comí como si fuera la última vez en mi vida. La jornada quedaba concluida.
Sección 70
Día 19 (32,4 km)
Al día siguiente me encontraba en un dilema. Tenía que elegir si cruzar la frontera a la Argentina y continuar mi ruta hacia Carrenleufú; o bien seguir en Chile, en paralelo al río Futaleufú, hasta la localidad de Palena. El tiempo indicaba lluvia, se venían días difíciles. Si cruzaba a Argentina, tendría la ventaja de un clima más seco, aunque con lluvia también, y sobre todo, el problema de un importante río que cruzar a pie. Como es sabido, con la lluvia, el caudal de los ríos crece y estos pueden volverse invadeables. Por otra parte, si seguía en Chile, no había que vadear, pero existía mayor incertidumbre sobre mi recorrido. Una parte de la ruta no se encontraba en el GPS. Además, cuando consulté en la zona, me dijeron que desconocían el camino que yo iba a tomar. Pese a esto, elegí la segunda opción y continué por Chile.
Algo bueno de los nubarrones de aquellos días es que alejaron definitivamente a los tábanos. En determinado momento paré a descansar y me puse a conversar con unos turistas. Uno de ellos se llamaba Alfredo y viajaba en auto. Por esas casualidades, me encontré tres veces más con Alfredo a lo largo del verano. La última de ellas cerca del Chaltén.
La huella vehicular finalmente se convertía en un agradable sendero. Transité el resto del día por bosque muy cerrado y terreno escarpado, con el Futaleufú turquesa a mi derecha. En determinado momento llegué a un grupo de viviendas, algunas de las cuales no tenían acceso vehicular alguno. Allí conocí al Sr, Coco y su señora.
Cuando llegué Cocó estaba cuidando su huerta. Se acercó a estrechar mi mano y me invitó a conocer su terreno. Conversamos un rato largo y terminé armando la carpa allí mismo, bajo un gran sauce. Como de costumbre, me contó un poco sobre la historia del lugar, sobre sus hijos, sobre la naturaleza, los cerros aledaños y los cambios de los últimos años. La historia de aquellos lugares está estrechamente vinculada al avance de la carretera. Todavía la ruta no llegaba a lo de Coco. No podía acceder al terreno con auto, pero en cambio, gozaba de una paz natural como pocas en el mundo.
Día 20 (27,1 km)
El día siguiente continué bordeando el río Futaleufú. El sendero se volvía cada vez más escarpado y se mezclaba con huellas entrecruzadas de animales. En determinado momento, me vi obligado a luchar contra los arbustos. Las nubes se iban espesando. Empiezan a caer las primeras gotas. Para el mediodía, ya estaba completamente empapado. La lluvia adquiría intensidad. Para conservar el calor, fue indispensable contar con el interior térmico pegado a la piel y mantenerme en movimiento.
Tras una caminata de 30 kilómetros, llegué a un paraje rural conocido como Puerto Ramírez. El nombre de «puerto» no se debía a la cercanía con el mar o un lago, sino al río Futaleufú mismo.
Completamente empapado y tiritando, toqué puerta en el primer lugar que vi y pedí alojamiento. Una señora me explicó que estaba acondicionando unas cabañas, pero que aún no se encontraban listas. Sin embargo, como excepción, me ofreció pasar allí la noche. Para mi sorpresa, adentro había varios ciclistas, viajeros que al igual que yo habían acudido al resguardo de la lluvia. Recuperar el calor corporal junto a la cocina a leña me llevó varias horas.
Día 21 (42 km)
El día siguiente estaba lloviendo y tenía más de 40 kilómetros por delante. De pronto, a eso de las 10 de la mañana, la lluvia paró. La luz del sol empezaba a calentar la tierra. Cargué la mochila, me despedí, y encaré la ruta con optimismo.
Pero el buen tiempo duró poco. A las dos horas la lluvia volvió. Y volvió con viento y con frío. Tal vez fue el día más duro del verano. Caminé 30 kilómetros totalmente empapado. Me detuve un par de veces a extraer un chocolate de mi mochila. Era tal el frío que tenía, que ni bien lograba tener el chocolate en mis manos, retomaba la caminata y lo comía en movimiento para conservar el calor del cuerpo. Para engañar la conciencia, pensaba en una salamandra caliente y en una eventual cena.
Finalmente, llegué a la localidad de Palena. Paré en el alojamiento de Edín Monje. Allí pude lavar la ropa y darme una ducha caliente. Pasé el resto del día al lado de la cocina. En aquella región, la cocina es a leña. En cierta manera es como el fuego de los hogares tradicionales: es la estufa, la cocina y al mismo tiempo es el lugar de reunión. Se entra en calor, se descansa, se charla, se toma mate y se cena junto a la cocina a leña.
Le conté a Edil Monje mi próximo destino: el Lago Palena. Al escuchar esto, se preocupó. Edil Monje es un antiguo poblador, un pionero de segunda generación. Se crió sin autos ni carreteras, pastoreando y ayudando a parir vacas en el monte. Su fisonomía era la de un hombre curtido por la intemperie, su andar estaba moldeado por el hábito de montar a caballo.
Edil me relató su vida juvenil. Al hacerlo le brillaban los ojos: «eso sí que era lindo», dijo, «pero ahora ya eso se perdió. La gente se va a la ciudad y compran la tierra los gringos». Para la gente del sur de Chile, el gringo es en general el europeo o el norteamericano. Debo aclarar que personalmente no tengo ningún desaire contra las personas venidas de otros países. Sin embargo, comprendo la nostalgia del sr. Edil y de otros pobladores. El sur de Chile fue poblado originalmente por pequeños propietarios, los «campesinos» de los que hablaba Edil, pero con el tiempo la tierra tiende a concentrarse y se vende a propietarios extranjeros.
Edil cuestionaba a los ambientalistas, porque no permitían prender fuego el bosque. Debo decir que me llamó la atención tal afirmación, por lo que me puse a investigar un poco más sobre el tema. En efecto, antiguamente los pioneros se abrían paso quemando los valles. Hoy al estar prohibida la quema, el desmonte se produce con maquinaria costosa, algo que solo pueden pagar los grandes propietarios. Personalmente, no creo que sea posible ni tampoco deseable retornar a tal estado de cosas. Sin embargo me resultó valioso aquel testimonio y no puedo sino respetar profundamente la experiencia de primera mano de los pobladores que conocen esa tierra mejor que nadie.
Sección 27
Día 22 (30 km)
Mi próximo destino era llegar a Lago Verde a través del Lago Palena, un lugar accesible únicamente a pie o a caballo. Se trata de la antigua ruta que unía ambos poblados, anterior a la existencia de la carretera austral.
El día amaneció completamente despejado. Pese a esto, hacía mucho frío. Miré por la ventana y me llevé una gran sorpresa: los cerros estaban nevados. Edil me explicó que cuando hacía tanto frío, era porque había nevado en los cerros. Me advirtió que tuviera mucho cuidado… el camino era peligroso y era fácil extraviarse.
Salí caminando de Palena en dirección al valle del Río El Salto. El camino vehicular terminaba en una pasarela y desde ahí, se convertía en huella de caballo. El valle era un lugar verdaderamente hermoso, encerrado en un cajón de montañas muy empinadas.
Al final del valle, pasé por unas casas. Como de costumbre, los perros salieron a mi encuentro. Me acerqué a saludar, me presenté y solicité permiso para continuar. Allí se encontraban varios trabajadores rurales de la zona. Las casas era una de Rubén y la otra, río arriba, de Sandro. Estaban cocinando y me convidaron cazuela de campo. Por mi parte, compartí algo de la comida que llevaba conmigo.
Conversando con Rubén, me informó que el sendero principal al Lago Palena se encontraba en desuso por un derrumbe. Por tal motivo la huella no estaba marcada y me recomendó una ruta alternativa. La ventaja de dicha ruta era que accedía a un área del lago con un retén de carabineros, que podrían ayudarme ante cualquier dificultad.
Continué avanzando, siempre en subida, ahora en dirección al paso alternativo. Tras un vadeo difícil, me interné en una zona de bosque quemado. Era un incendio de hace algunas décadas. Los arbustos habían cubierto la ladera, pero aún así quedaban troncos muertos en pie.
Finalmente, alcancé el comienzo de la nieve. Un cartel roto de la CONAF marcaba el límite de la reserva Lago Palena. Armé la carpa y me dispuse a recuperar fuerzas.
Día 23 (15,8 km)
Sabía que tendría que atravesar un poco de nieve. Por lo tanto era fundamental predisponerse a caminar con los pies mojados y mantenerse en movimiento para no acalambrarse. Me encontraba a aproximadamente 1000 msnm. Salir de la bolsa de dormir a las 7 de la mañana, fue todo un desafío.
A la media hora de comenzar a caminar, me encontré enterrado con la nieve hasta la rodilla. Era una postal de invierno. El problema era que no se veía el sendero. Tenía que estar atento al GPS, pero igual el terreno era muy confuso. El paso lento era indispensable para no tropezarme con algún tronco o una piedra.
Tras un empinado ascenso, más dificultoso de lo normal por la presencia de la nieve, logré superar el límite de vegetación. Me encontraba con un escenario verdaderamente espectacular, completamente imprevisible. Era como si me hubiera transportado repentinamente a otra estación, a otro lugar.
Fui a un paso muy lento, a través de nieve reciente y espesa. Me llevó aproximadamente 6 horas. Constantemente debía prestar atención de no meter el pie en un arroyo oculto o en no tropezarme con alguna piedra. Los bastones fueron esenciales para tantear el suelo.
Ya con el Lago Palena a la vista, el descenso fue más sencillo. Fui siguiendo unas huellas de ganado fresca que me guiaron bastante bien.
Llegué al Lago Palena exhausto. Junto a la costa, un retén de carabineros con la bandera de Chile flameante me dio la bienvenida.
Los carabineros me invitaron a compartir comida y mate. Conversamos mucho. Eran todos del sur de Chile, provenientes de pueblos cercanos. Quedé enormemente agradecido con ellos, al día de hoy sin palabras suficientes por tan buena hospitalidad. Fue una excelente jornada.
Día 24 (32,8 km)
El siguiente objetivo era rodear el Lago Palena. Para esta parte no contaba con track de GPS, por lo que la tarea fue más difícil todavía. El sendero se perdía regularmente entre los árboles caídos y los arbustos. Por otra parte, la costa norte del lago tenía partes muy empinadas. En algunas de estas partes había riesgo de resbalarse y para colmo, algunos coigües atravesados dificultaban aún más la tarea. Llegar a la punta oeste del Lago fue toda una hazaña.
Ya a partir de la costa Oeste el sendero se interna en el bosque y asciende por terreno mucho más despejado, con predominio de lengas y poco soto bosque. Curiosamente había muchos mosquitos, probablemente por la presencia de pequeñas lagunas con agua semi estancada.
Al atardecer llegué a un área donde estaban emplazados unos refugios. Eran los famosos «refugios de la CONAF» de los que me habían hablado anteriormente. Se encontraban a mitad de hacer, pero en buen estado. Me explicaron que se trataba de un proyecto abandonado por quienes poseían la anterior concesión.
Seguí la caminata hasta que el sol se ocultó las montañas. Eran cerca de las 21 hs. Llegué a un bosque bajo, donde el sendero se perdía. Había rastros de vacas, aunque un poco viejos. Edin tenían razón: era muy difícil orientarse en esa zona. Armé la carpa y me dispuse para el descanso. En aquel lugar, la ausencia de presencia humana se sentía con especial fuerza.
Día 25 (43,5 km)
Me levanté bien temprano. A las 7 hs ya estaba caminando, con las manos heladas y el cuellito tapándome la nariz y las orejas. Había nevado y había salido el sol. Por lo tanto los ríos estaban muy crecidos.
El sendero por momentos se perdía al llegar a grandes áreas con árboles muertos. Me sorprendió aquel llamativo paisaje. Tal vez se debiera a una inundación ocurrida no hace mucho. O también podía deberse a algún alud. La clave era seguir avanzando con el rumbo claro y vadear los ríos buscando la parte más baja.
Llegué a la Laguna Quinta. Me la había descripto Edil. Un paraíso totalmente aislado y de difícil acceso. La laguna había que cruzarla caminando por agua. No se si estaba crecida y se había tapado el sendero o simplemente en algunas partes el sendero no existía.
Cuando cruce por primera vez el río Quinto el agua me llegaba a la cintura. Lo crucé en las nacientes, surgiendo de la laguna homónima. El agua era calma, con apenas movimiento en la superficie. Pero la situación fue cambiando al pasar las horas. El sendero iba en un descenso cada vez más pronunciado. Toda la ruta hasta Lago Verde iba descendiendo y con la pendiente la corriente se acrecentaba. Así mismo, con el pasar de las horas, el sol iba derritiendo la nieve en los cerros, con lo cual los ríos incrementando su caudal considerablemente.
A eso de las 10 hs llegué a un punto donde el cruce era imposible. El río sonaba como una bestia furiosa, estrellándose contra las piedras y sacudiendo los enormes troncos caídos. Intenté meterme pero mis piernas temblaban por la fuerza de la corriente. Di marcha atrás e inmediatamente empecé a barajar un plan B: seguir por la margen este, sin vadear, pero sin sendero. Fue difícil, con mucho arbusto, y logré avanzar así unos kilómetros.
Pero había otro cruce. Analicé el río durante por lo menos 10 minutos. Busqué el mejor lugar. Visualicé un tronco o un barranco del cual aferrarme en caso eventual de que me tirara la corriente. Tomé coraje y comencé el vadeo. Los bastones eran fundamentales para tantear la profundidad. Mis neuronas, mis piernas y mis brazos funcionaban al máximo de su capacidad. Si perdía la concentración un instante, la naturaleza me llevaba por delante. Llegué a pasar la mitad del río. Me sostuve con una gran piedra, con el agua hasta la cintura. Estaba a solo 2 metros de la costa, 2 metros en los que el río se profundizaba y la corriente fluía como un torrente mortal. Llegué al límite de lo posible, tuve que volver.
Intenté caminar sin sendero por la margen oeste, pero era inútil: el cañaveral hacía el avance extremadamente lento y a esto se agregaban las dificultades del desnivel, con una serie de barrancos. No quedaba alternativa más prudente que regresar.
Emprendí el camino de regreso. A las 20 hs acampé en la punta oeste del Lago Palena. Estaba exhausto. Mi travesía había durado mucho más de lo esperado, entre la ruta alternativa, la nieve, y los dos días extra que me llevarían regresar al pueblo. Así que me quedé sin comida. Guardé una barra de cereal para el día siguiente, algunas nueces y un sobre de jugo en polvo.
Como curiosidad: en la punta oeste del lago, encontré restos de pescado asado en un fogón. Entre el carbón, había una caja de supermercados La Anónima a medio quemar. Evidentemente, unos pescadores argentinos habían accedido en bote y se habían dado un buen festín. Lástima que llegué tarde.
Día 26 (11 km)
Yo sabía que mis nuevos amigos del retén me iban a salvar. Después de otras 6 horas de caminata, estaba de regreso. Cuando uno de los carabineros aviso de mi llegada, los demás pensaron que se trataba de una broma.
Como no podía ser de otra manera, me invitaron a comer con ellos. Para no abusar de su hospitalidad, y sabiendo que contaban con víveres limitados, les dejé la poca comida que tenía: un ajo, ají, yerba y orégano. Como es costumbre en el sur de Chile, la gente amasa pan y tortas fritas todos los días, así que me ofrecí para dar una mano.
A la tarde llegó caminando al retén de un sr. llamado Jorge Parker. Su objetivo era conocer el lugar y ponerse en campaña para restaurar la actividad en las cabañas de la margen oeste. Mantuvimos una agradable conversación y aproveché para informarle del estado del sendero.
Día 27 (41,4 km)
El día amaneció lloviendo. Me había quedado sin comida y no podía seguir viviendo de los carabineros. Me quedé observando el comportamiento de las nubes, esperando a que mejorara un poco la cosa.
Por momentos, las nubes subían y por momentos bajaban, todo con gran velocidad. La predominancia de los vientos del oeste traía la humedad. Y todos esos factores se sucedían rápidamente en aquel micro clima del Lago Palena. Finalmente, se abrió una ventana en el cielo y pude emprender mi caminata.
La nieve había desaparecido. En su lugar, el terreno era un lodazal. Aún así, el paso fue mucho más fácil y logré avanzar a buen ritmo.
Con el paso de las horas, el viento se calmó. Con esto, las nubes bajaron. Y empezó la lluvia de nuevo. Cerca de las 14 hs me topé con un río muy difícil de vadear. Era el mismo que hace tres días, pero con un cauce mucho mayor debido al deshielo.
De pronto, apareció por detrás de los árboles, un jinete. Cruzó rápidamente el río. Lo seguían dos perros con gran dificultad. En un momento parecía que el río se los iba a llevar. El señor me animó gritando: «¡Cruce por ahí, por las piedras!». Tras varios intentos, lo logré.
Las siguientes 4 horas caminé empapado hasta Palena. Cuando llegué a lo de Edin, este se sorprendió y me recibió con alegría. Fui a comprar la cena en el almacén y la dueña me atendió con especial gentileza: «Usted es el chico que fue por la antigua ruta… tome un chocolate, no me debe nada, tiene que recuperar energías». En el pequeño pueblo ya corría el rumor de mi aventura.
Día 28 y 29 (conexión)
Para continuar con el Sendero Gran Patagonia, me vi obligado a saltear algunas secciones. En la ruta, hice dedo hasta Lago Verde. Al no poder hacer el camino a Trapa Trapa, debido a la crecida de los ríos, tuve que modificar mis planes y me dirigí a Coyhaique. Desde allí, retomaría la caminata al sur, en dirección al Cerro Castillo.
Pese a todas las dificultades, la travesía del Lago Palena fue de las que más disfruté y de las que me lleve mayor aprendizaje. Queda pendiente el regreso y la revancha.
Continúa en la séptima parte.
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