La segunda parte de la travesía transcurre uniendo la localidad de La Carolina con Quines a través varias mesetas de altura y campos laberínticos de piedra granítica. A medida que la ruta va perdiendo altura, se va adentrando en el bosque autóctono y deambula por estrechos senderos al borde de las quebradas serranas.
Mapa de la travesía
Detalle del desnivel

Reseña día por día (segunda parte)
Día 7 (27,3 km)
El día amaneció con buen tiempo en La Carolina. Corría el aire y las nubes se estaban retirando. Así fue que con buen pronóstico, aseado y con todo mi equipo seco, retomé mi caminata rumbo a Quines. El día anterior había tenido que rediseñar mi ruta debido al desvío imprevisto a La Carolina. Mi siguiente objetivo sería pasar la noche en Mina Génesis, una antigua mina abandonada, ubicada cerca de la localidad de San Francisco. Empecé caminando por la ruta 9, disfrutando del aire fresco y el silencio de la mañana, para luego desviarme por un camino interno de estancia que surgía a la derecha.

Si bien caminar por ruta no parece ser la opción más atractiva, esto no me impidió disfrutar de la belleza del inmenso paisaje árido, dominado por pampas de coirones y montañas. En determinado momento me topé con una formación rocosa que parecía una ventana, lugar que elegí para descansar y comer un aperitivo. La huella cruzaba el Río Curtiembre y lo seguía bordeando por la margen este. Quedé sorprendido por la apariencia de este río tan singular, ya que por momentos parecía totalmente seco, apenas con movimiento, para luego reaparecer bajo la forma de ruidosas cascadas y piletones de agua cristalina. Este mismo río luego se encajona y desciende por las quebradas hasta la localidad de San Francisco.

Dejé el río atrás y me topé con un puesto rústico, donde se encontraba trabajando Ricardo, un poblador de La Carolina. Como era de esperarse, Ricardo conocía el lugar a la perfección y se mostró amigable para charlar un rato. Le comenté sobre mi plan y me dio algunas orientaciones sobre cómo llegar hasta Mina Génesis. Su ayuda fue invaluable, ya que me llevó a modificar mi ruta para disfrutar de paisajes de una enorme belleza. Me indicó sobre los puestos que se encontraban más adelante y me sugirió desviarme por una antigua huella minera abandonada en el punto en el que se encontraba un sauce solitario.

Tras una breve despedida, continué la marcha, decidido a encontrar aquella huella abandonada. Al principio no me tenía mucho fe. Es difícil seguir las indicaciones de los pobladores, porque ellos conocen el lugar como la palma de su mano y no suelen ser muy detallados en las descripciones. Pero al final encontré el sauce y a pocos metros estaba la huella abandonada, escondida y corroída por pequeños cauces de agua. Después de ascender a paso lento durante cuarenta minutos, alcancé la cima de una gran «mesilla» (nombre que ponen en San Luis a las mesetas). Me senté un rato a descansar para reponerme del ascenso, disfrutando de aquel súbito contraste de paisaje y la sensación de libertad que daba la planicie. Desde allí pude vislumbrar a la distancia una torre natural de piedra, conocida como la Pisada del Gigante. A poca distancia se asomaban las caballadas que pastaban alrededor y que irrumperion en carrera al notar mi presencia. Dejando atrás la mesilla, me interné en un laberinto de estrechos senderos que subían y bajaban entre paredes de roca granítica.

Circulando por aquellos senderos me topé con unos burros que empezaron a seguirme. Se ve que estaban acostumbrados a que los dueños aparecieran para darles comida. Un poco más adelante pude divisar desde lo alto de las piedras un campo fértil donde se levantaba el Puesto Gil, donde trabajaba Horacio Gauna. Pasé a saludar y me recibió muy amablemente. Para mi sorpresa, tenía visitas, y me invitaron a almorzar un delicioso puchero. Fieles a la tradición hospitalaria del campo, no aceptaron un centavo cuando quise pagar por la comida. Por suerte contaba con algunos chocolates para compartir para el postre, que fueron bien recibidos. Después de la comida, Horacio me indicó cómo seguir hasta Mina Génesis. Me advirtió sobre la dificultad de cruzar el cañadón del Río Gómez el día siguiente. Según él, se trataba del límite de la zona poblada y, como el río se encajonaba, tendría que buscar la pasada con cuidado. Nos despedimos y, mochila en hombro, emprendí mi último tramo de la jornada.


Dejando atrás el Puesto Gil, empecé una caminata bastante exigente, con subidas y bajadas, mucho arbusto y sin sendero visible. Llegué hasta un punto elevado con una vista realmente hermosa, justo donde había una pequeña tranquera en medio de un extenso cerco de piedra. Desde allí se veía a lo lejos la localidad de San Francisco y el Dique Las Palmeras. Más cerca, lo que creía era mi destino del día: Mina Génesis. Me apresuré y cometí el error de descender por el cauce de un arroyo, sin prever que me toparía con una difícil vegetación espinosa. Medio atorado entre los arbustos, me hice paso como pude hasta alcanzar la zona despejada de la mina.

Debo admitir que el lugar me desilusionó un poco… esperaba algo más grande, llamativo o al menos un cartel explicativo. Influyó un poco en mi desánimo el agotamiento de la jornada. Como no me convenció el lugar para pasar la noche, decidí volver a ganar altura por lo que parecían espacios de pastoreo. Finalmente, encontré un lugarcito con pasto corto, ideal para armar mi refugio y con lindas vistas para pasar la noche. Las últimas horas de luz las pasé disfrutando de unos mates, mientras contemplaba la puesta del sol y me iba abrigando con capas al ritmo de la caída de temperatura.

Día 8 (18 km)
A la mañana siguiente, como de costumbre, me puse a hervir agua con el calentador, todavía con el cuerpo metido en la bolsa de dormir. Es la ventaja del toldo: te permite cocinar cuando estás adentro. Después de un desayuno caliente, empecé la tarea lenta de desarmar campamento y me dispuse a recuperar la altura que había perdido el día anterior. Mi siguiente objetivo era alcanzar la pasada del Río Gómez, que se encontraba a dos horas de distancia. Finalmente, tras una caminata bastante esforzada, pude encontrarla. Estaba en el punto exacto que había previsto Remigio Domato. Ya era casi el mediodía. Para mi agrado, una pequeña tranquera señalaba el punto donde había que descender al cañadón. Me senté a almorzar durante media hora, disfrutando de un apetitoso pedazo de salamín sobre unas enormes piedras, mientras contemplaba el agua cristalina salpicando entre las rocas.
Tal como me había explicado el Sr. Gauna, del otro lado del río no había más presencia humana, pero se ve que hasta no mucho tiempo la hubo. Después de varias horas de caminata, me topé con un sendero que me condujo a un antiguo puesto de piedra abandonado. El campo, según supe después, había sido vendido y ya no lo habitaba nadie. Era de aquella generación de baqueanos de los que quedan pocos, criados y entrenados para soportar la vida ardua del campo y la soledad en aquellos terrenos de altura. Después de cruzar algunos alambrados, retomé mi rumbo en dirección al siguiente río.

La jornada fue larga, con mucho desnivel y sin cruzar un solo ser humano. Para el atardecer llegué a un curso de agua, que según pude ver, confluía más abajo con el Río Gómez antes de descender por la meseta. El río presentaba bellas playas de arena y por momento se encajonaba, por lo que tuve que caminar un poco sobre el agua para ganar tiempo. Me sorprendí al ver que la arena preservaba intactos rastros de fauna silvestre: huellas de aves, vacas, jabalíes y hasta de puma. Estas últimas son fáciles de distinguir, debido a que carecen de garras visibles, por su carácter retráctil.

Si bien no suelo preocuparme por la fauna salvaje, confieso que me inspiran un poco de respeto las huellas de puma al dormir tan expuesto. Sin embargo, no tenía muchas alternativas ni energía para buscar un mejor lugar. Para hacer notar mi presencia y espantar posibles animales, acompañé la cena con música del teléfono. Esa fue la noche más fría de la travesía, debido a la cercanía del agua que inundó de humedad el ambiente.

Día 9 (27,8 km)
Me desperté al día siguiente con el toldo escarchado y la mitad de la bolsa de dormir congelada. El humedecimiento del equipo suele ocurrir por condensación en temperaturas muy bajas, y en invierno, esto puede empeorar por el congelamiento. Fue bastante incómodo desarmar el toldo semi sólido con los dedos mojados y helados. Lo guardé en un bolsillo externo de la mochila para que se secara (y se descongelara) durante la caminata. Por suerte, pronto salió el sol y la temperatura volvió a ser agradable.


Tal como imaginé que pasaría tarde o temprano, tuve un encuentro con jabalíes. Era esperable que esto pasara en un lugar de estas características, tan poco concurrido por el ser humano. Se trataba de una manada conformada por la madre, seguida de sus crías. Por suerte yo estaba lejos. Tan pronto como me vieron a la distancia, emprendieron la huida y no hubo tensiones.

A la derecha había una llamativa formación rocosa conocida como Piedra Parada, otra torre natural de granito. Sentí la ilusión de que la torre marcaba la zona como «territorio de jabalíes». En efecto, aquel día recorrí largos valles alternando con muchos indicios de porcino: pasto revueltos, pisadas y excremento.

Después de caminar varias horas por campos despoblados, encontré una huellita de animal que se terminó convirtiendo en un sendero. Confiando en aquella señalización, me crucé con varios puestos, algunos habitados, y finalmente me encontré con pobladores. Tuve un diálogo muy positivo con todos ellos. Me orientaron y hasta se ofrecieron para guiarme. Les expliqué que iba apurado y que prefería seguir solo. No terminaban de comprender la lógica de mi caminata, ya que el sentido común indicaba que si quería ir a Quines debía descender de la meseta. «¿Por qué no toma el micro desde Luján?», me preguntaban. Insistí con que quería conocer las sierras, a lo que me advirtieron que no bajara a la Quebrada de las Higueritas, porque los antiguos senderos estaban ya en desuso y tapados por vegetación espinosa.
Confiando en la ruta diseñada por Remigio, caminé varias horas más por campo traviesa. Seguí así hasta empalmar con una huella vehicular que descendía hasta una zona boscosa. Antes de descender pude contemplar la hermosa Quebrada de las Higueritas desde la altura. Descendí entre piedras graníticas y bosque de sauce, hasta un arroyo afluente del Río Luján, donde armé campamento y me dispuse a descansar. Eran cerca de las 18 hs. Me tuve que ayudar con piedras porque el suelo era muy duro como para clavar estacas. Por la cercanía del agua, volví a sentir el frío húmedo aquella noche.

Día 10 (28,6 km)
Me desperté con el agua de mis botellas congelada y la yerba del mate completamente sólida. Pero nada de eso me impidió calentar agua en mi jarro y disfrutar de unos breves mates, bajo el toldo escarchado, antes de desarmar campamento. La caminata transcurrió por sendero bien marcado hasta llegar a un antiguo puesto abandonado. Luego supe que aquel campo había pertenecido a un señor muy mayor que lo había vendido para mudarse a Las Chacras, historia que se repite a menudo en las sierras. A partir del puesto, empezaba una subida pronunciada por enormes macizos graníticos que formaban paredes redondeadas de particular belleza. En las rocas se formaban cuevas naturales, sitio de anidamiento de cóndores conocidos como «condoreras».

Ahora me tocaba subir hasta la Mesilla del Cura. Trepé un poco con la ayuda de las manos para ganar altura y divisar una pasada. Fue una de las partes más entretenidas de la travesía, por las coloridas y variadas formaciones rocosas. A lo lejos se podía ver la inmensa y verdosa Quebrada Las Higueritas.

Superada la pendiente, me adentré en un enorme laberinto de rocas. Deambulé una hora por aquel escenario particular, hasta que encontré un pequeño sendero que me condujo a un pequeño puesto escondido. Allí se encontraban el puestero y su señora, quienes amablemente me convidaron agua de pozo y me indicaron por dónde continuar. Dejando atrás las piedras, ya estaba caminando por la famosa «mesilla», una enorme planicie de coirones. El sendero se convirtió en una huella vehicular, que recorrí por dos horas. Tuve que optar por este recorrido un poco monótono debido a los pocos días que me quedaban libres, ya que el itinerario original pasaba más cerca del filo de la quebrada, visitando el Salto del Chisipadero, entre otros lugares.

En determinado momento de la caminata pude contemplar la localidad de Quines por primera vez. La meseta se iba angostando y me regalaba una vista espectacular: a la izquierda se veía Luján y, a la derecha, bien lejos, la Sierra de los Comechingones. Desde aquel punto empezaba un largo descenso hasta Quines que culminaría en la tarde del día siguiente. Empecé pasando por un antiguo puesto en ruinas, ubicado en una bella área escondida entre sierras, cubierta de bosque de sauce y con vertientes de agua transparente. Me demoré un rato buscando allí una cueva con pinturas rupestres que tenía marcada en el GPS, pero no tuve éxito. Finalmente desistí y caminé hasta el fondo del campo, donde empezaba el descenso más pronunciado entre arbustos espinosos.

Toda la bajada desde la Mesilla del Cura hasta Quienes fue de los momentos más emocionantes de la travesía. Un sendero pedregoso me iba guiando al borde de las quebradas, regalándome una vista única de los valles cada vez más verdosos. Noté que la vegetación iba cambiando con la altura y cuando terminé el descenso, estabaa caminando dentro de un bosque de palmas. Ya con pocos minutos de luz, me apresuré a buscar un lugar cómodo para armar campamento.

Aquella noche me tocó vivir una secuencia muy particular. Primero me sorprendieron unos disparos a la distancia. Pensé que se trataría de pobladores cazando libres o chanchos, por lo que le resté importancia al hecho. Cené y me acosté a dormir bajo el toldo, como de costumbre.

De golpe, en mitad de la noche, empecé a escuchar voces. Al principio creí que se trataba de un sueño, pero cuando me levanté, vi que tenía una camioneta iluminándome y gente parada a mi alrededor. Me puse súbitamente de pie y extendí mi mano para saludar. Era la policía de la localidad de San Martín, ubicada a pocos kilómetros. Resulta que los vecinos me habían visto caminando de lejos y se asustaron, pensando que podría ser un ladrón, por lo que decidieron llamar a la policía. Al explicarles mis intenciones, los policías se rieron y perdieron la desconfianza. Les mostré mis documentos y me convidaron agua fresca. Finalmente se retiraron.
Día 11 (25,5 km)
Ya bajo la protección del bosque y con poca altitud, no tuve más problemas con el frío. Levanté rápido campamento y continué mi caminata entre palmas por camino de auto. A los pocos minutos me crucé con algunos vecinos trabajando. Me llamó la atención ver a uno montado sobre un burro con «guardamonte», un dispositivo de cuero que protege los flancos del animal de las espinas de los arbustos. Charlamos un poco y me señalaron el camino que conducía a la Puerta del Sol.

La Puerta del Sol es un establecimiento donde se encuentra una famosa escuela rural de la zona. Debido a que soy profesor, me sentí llamado a pasar y saludar. Me recibieron los docentes Juan y Alina, quienes se encontraban justo en el horario del recreo. Fui invitado a ver la escuela por dentro y hasta me convidaron un poco de agua potable. Me contaron que la escuela había sido construida con material traído a lomo de burro y que actualmente dependía de la Universidad de San Luis. Charlamos un rato, intercambios contactos y, tras una despedida corta, proseguí con el último tramo de mi travesía.

El tramo final hasta Quines pasaba por un sendero rocoso conocido como «Los Cocos», atravezando espinillos y arbustos espinosos, zigzagueando entre piedras graníticas con llamativos alerones y cuevas naturales.

En algunas de estas grandes piedras había pinturas rupestres. Las tenía marcadas en el GPS, por lo que no fue difícil encontrarlas. Algunas estaban pintadas con color rojo, otras con color blanco. Desconozco su significado… ¿habrán vivido allí entre las rocas los antiguos comechingones?, ¿o sería aquella una zona de culto? La verdad es que el sitio estaba un poco descuidado. No había alambrados que protegieron las pinturas del ganado, ni carteles para informar y concientizar al turista.

Dejando atrás el enorme campo de piedras graníticas, empezaba un descenso pronunciado al filo de quebradas y pasos angostos. A esta altura el bosque se ponía mucho más tupido. Se trataba de una huella usada por los antiguos pobladores, antes de que Los Cocos y Puerta del Sol estuvieran conectados a San Martín por camino vehicular. Había partes de la montaña dinamitadas, recuerdo tal vez un pasado minero remoto, o de los tiempos en que las cabras subían y bajaban limpiando el ramaje. Hoy en día son muy pocos los pobladores que eligen seguir viviendo en aquellas alturas y la mayoría ya no tiene cabras.

Finalmente llegué a El Zapallar, una zona poblada al pie boscoso de la sierra. Había un río con aguas termales y algunos servicios turísticos. Conversé un poco con un poblador, quien me contó sobre el pasado del sendero Los Cocos, donde él antes vivía con sus animales. Para celebrar mi regreso a la civilización, me di el gusto de comprar una soda en un quiosquito al costado de la ruta. Faltaba muy poco para terminar.

Los últimos 10 kilómetros fueron de caminata por ruta. No podía creerlo… mi travesía llegaba a su fin. Primero aparecieron algunas casas, luego me empecé a cruzar ciclistas y corredores. De pronto el celular agarró señal y empezaron a llover las notificaciones. Para añadir un poco de emoción a los últimos kilómetros, usé lo que me quedaba de batería para escuchar música. Di por concluida la travesía sacándome una foto en el cartel de entrada a la ciudad. Ya era hora de buscar un alojamiento para ducharme y pasar la noche.

Conclusiones
La travesía por las Sierras Centrales de San Luis estaba concebida originalmente para ser hecha de un tirón, cargando con comida suficiente para 10 días. Sin embargo, de repetirla, probablemente llevaría menos comida y pararía a abastecerme en Nogolí o La Carolina. De contar con más tiempo, recomendaría hacerla en al menos 14 días para recorrer algunos lugares más, como el Refugio La Siénega, el Camino del Oro o el Salto del Chispiadero. El motivo por el que no pasé por estos lugares fue básicamente falta de tiempo. De todos modos, tener que cambiar el recorrido original sobre la marcha forma parte de la adaptación en cualquier planificación.
Estos doscientos kilómetros de caminata fueron para mi una experiencia muy enriquecedora. Nunca había contemplado paisajes serranos con tanto protagonismo e intensidad. La experiencia de inmersión en aquellos ambientes de altura, de manera tan prolongada y esforzada, significaron para mi un hito de crecimiento personal. Aprendí a disfrutar de la belleza de la vegetación serrana, su diversidad de rocas y suelos, a la vez que gané fortaleza al tener que lidiar tantos días con territorios remotos y aislados en total soledad.
Espero que este sea el comienzo de muchas travesías más explorando las hermosas sierras de Argentina. Saludos a los amigos y pobladores del camino.
¡Viva San Luis!
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